martes, 10 de febrero de 2009

Vivir divinamente


Por aquel entonces empecé a sentirme dios. No vayas a engañarte: seguía siendo, más que nunca, el mismo hombre nutrido por los frutos y los animales de la tierra, que devolvía al suelo los residuos de sus alimentos, que sacrificaba el sueño a cada revolución de los astros, inquieto hasta la locura cuando le faltaba demasiado tiempo la cálida presencia del amor. Mi fuerza, mi agilidad física o mental, se mantenían gracias a una cuidadosa gimnástica humana. Pero ¿qué puedo decir sino que todo aquello era vivido divinamente? Las azarosas experiencias de la juventud habían llegado a su fin, y también su urgencia por gozar del tiempo que pasa. A los cuarenta y cuatro años me sentía libre de impaciencia, seguro de mí, tan perfecto como mi naturaleza me lo permitía, eterno. Y entiende bien que se trata aquí de una concepción del intelecto; los delirios, si preciso es darles ese nombre, vinieron más tarde. Yo era dios, sencillamente, porque era hombre. Los títulos divinos que Grecia me concedió después no hicieron más que proclamar lo que había comprobado mucho antes por mí mismo. Creo que hubiera podido sentirme dios en las prisiones de Domiciano o en el pozo de una mina. Si tengo la audacia de pretenderlo se debe a que ese sentimiento apenas me parece extraordinario, y no tiene nada de único. Otros lo sintieron, o lo sentirán en el futuro.
(...)
Una parte de cada vida, y aun de cada vida insignificante, transcurre en buscar las razones de ser, los puntos de partida, las fuentes. Mi impotencia para descubrirlos me llevó a veces a las explicaciones mágicas, a buscar en los delirios de lo oculto lo que el sentido común no alcanzaba a darme. Cuando los cálculos complicados resultan falsos, cuando los mismos filósofos no tienen ya nada que decirnos, es excusable volverse hacia el parloteo fortuito de las aves, o hacia el lejano contrapeso de los astros. "

Marguerite Yourcenar
Memorias de Adriano (fragmento)

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