martes, 16 de diciembre de 2008

Sobre la música y la poesía


PARA ESCUCHAR CON AUDIFONOS

Por Julio Cortázar

... Escucho desde los audífonos la grabación de un cuarteto de Bartok, y siento desde lo más hondo un puro contacto con esa música que se cumple en su tiempo propio y simultáneamente en el mío. Pero después, pensando en el disco que duerme ya en su estante junto con tantos otros, empiezo a imaginar decursos, puentes, etapas, y es el vértigo frente a ese proceso cuyo término he sido una vez más hace unos minutos. Imposible describirlo- o meramente seguirlo- en todos sus pasos, pero acaso se pueden ver las eminencias, los picos del complejísimo gráfico. Principia por un músico húngaro que inventa, transmuta y comunica una estructura sonora bajo la forma de un cuarteto de cuerdas. A través de mecanismos sensoriales y estéticos, y de la técnica de su transcripción inteligible, esa estructura se cifra en el papel pentagramado que un día será leído y escogido por cuatro instrumentistas; operando a la inversa el proceso de creación, estos músicos transmutarán los signos de la partitura en materia sonora. A partir de ese retorno a la fuente original, el camino se proyectará hacia adelante; múltiples fenómenos físicos nacidos de violines y violoncellos convertirán los signos musicales en elementos acústicos que serán captados por un micrófono y transformados en impulsos eléctricos; estos serán a su vez convertidos en vibraciones mecánicas que impresionarán una placa fonográfica de la que saldrá el disco que ahora duerme en su estante. Por su parte el disco ha sido objeto de una lectura mecánica, provocando las vibraciones de un diamante en el surco (ese momento es el más prodigioso en el plano material, el más inconcebible en términos no científicos), y entra ahora en juego un sistema electrónico de traducción de los impulsos a señales acústicas, su devolución al campo del sonido a través de altavoces o de audífonos más allá de los cuales los oídos están esperando en su condición de micrófonos para a su vez comunicar los signos sonoros a un laboratorio central del que en el fondo no tenemos la menor idea útil, pero que hace media hora me ha dado el cuarteto de Bela Bartok en el otro vertiginoso extremo de ese recorrido que a pocos se les ocurre imaginar mientras escuchan discos como si fuera la cosa más sencilla de este mundo.

Cuando entro en mi audífono,

cuando las manos lo calzan en la cabeza con cuidado

porque tengo una cabeza delicada

y además y sobre todo los audífonos son delicados,

es curioso que la impresión sea la contraria,

soy yo el que entra en mi audífono, el que asoma la

cabeza a una noche diferente, a una oscuridad otra.

Afuera nada parece haber cambiado, el salón con sus lámparas,

Carol que lee un libro dc Virginia Woolf en el sillón de enfrente,

los cigarrillos, Flanelle que juega con una pelota de papel,

lo mismo, lo de ahí, lo nuestro, una noche más.

y ya nada es lo mismo porque el silencio del afuera amortiguado

por los aros de caucho que las manos ajustan

cede a un silencio diferente,

un silencio interior, el planetario flotante de la sangre,

la caverna del cráneo, los oídos abriéndose a otra escucha,

y apenas puesto el disco ese silencio como de viva espera,

un terciopelo de silencio, un tacto de silencio, algo que tiene

de flotación intergaláxica, dc música de esferas, un silencio

que es un jadeo silencio, un silencioso frote de grillos estelares,

una concentración de espera (apenas dos, cuatro segundos), ya la aguja

corre por el silencio previo y lo concentra

en una felpa negra (a veces roja o verde), un silencio fosfeno

hasta que estalla la primera nota o un acorde

también adentro, de mi lado, la música en el centro del

cráneo de cristal

que vi en el British Museum, que contenía el cosmos

centelleante

en lo más hondo de la transparencia, así

la música no viene del audífono, es como si surgiera de mí mismo,

soy mi oyente,

espacio puro en el que late el ritmo

y urde la melodía su progresiva telaraña en pleno

centro de la gruta negra.

Cómo no pensar, después, que de alguna manera la poesía es una palabra que se escucha con audífonos invisibles apenas el poema comienza a ejercer su encantamiento. Podernos abstraernos con un cuento o una novela, vivirlos en un plano que es más suyo que nuestro en el tiempo de lectura, pero el sistema de comunicación se mantiene ligado al de la vida circundante, la información sigue siendo información por más estética, elíptica, simbólica que se vuelva. En cambio el poema comunica el poema, y no quiere ni puede comunicar otra cosa. Su razón de nacer y de ser lo vuelve interiorización de una interioridad, exactamente como los audífonos que eliminan el puente de fuera hacia adentro y viceversa para crear un estado exclusivamente interno, presencia y vivencia de la música que parece venir desde lo hondo de la caverna negra.

Nadie lo vio mejor que Rainer María Rilke en el primero de los sonetos a Orfeo:

O Orpheus singt! o Hoher Baum im Ohr!

Orfeo canta. ¡Oh, alto árbol en el oído!

Arbol interior: la primera maraña instantánea de un cuarteto de Brahms o de Lutoslavski, dándose en todo su follaje. Y Rilke cerrará su soneto con una imagen que acendra esa certidumbre de creación interior, cuando intuye por qué las fieras acuden al canto del dios, y dice a Orfeo:

da shufst da ihnen Tempel ím Gehür

y les alzaste un templo en el oído.

Orfeo es la música, no el poema, pero los audífonos catalizas esas “similitudes amigas” de que hablaba Valéry. Si audífonos materiales hacen llegar la música desde adentro, el poema es en sí mismo un audífono del verbo; sus impulsos pasan de la palabra impresa a los ojos y desde ahí alzan el altísimo átbol en el oído interior.(*)

(*) Fuente: Julio Cortázar, Salvo el crepúsculo, Biblioteca Cortázar, Ed. Alfaguara

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